Luis
Cristina Incháustegui Massieu
Faltaba
poco para que cayera la noche y era víspera navideña. La gente estaba
inquieta y paseaba por las calles rebosantes de luz y energía. Los
olores se mezclaban en el aire: pan dulce, carne, ponche. La casa de
Luis estaba en una esquina y era anaranjada. Dentro, Luis se regocijaba
de ansias, sus amigos le habían prometido ir a tirar cuetes tan pronto
anocheciera. Miraba por la ventana, expectante, con los ojos negros
brillando como una caricatura. Sin embargo, no era tan simple. La
pirotecnia era una actividad prohibidísima, tanto por la ley como por
todas las familias del barrio, que vigilaban sigilosamente a sus hijos
ante la menor sospecha. Luis tenía que hacerse de un pretexto para
salir a la calle. Con notable astucia se acercó a su madre, quien
anticipadamente lo miraba con ojos desconfiados:
⁃ Ma ¿te ayudo a lavar y a tender la ropa? - los
costales de ropa de Luis, su padre y sus dos hermanas yacían
desparramados en el suelo del cuarto de lavado. La mamá, Blanca, se
sintió francamente sorprendida. No había querido resignarse a empezar
con la enfadosa talacha, que repetía constantemente y sin ayuda
alguna... la oferta del chamaco le resultó tentadora.
⁃ Órale pues, yo me voy pa' abajo a ver que película
agarro en la tele. Ahí está el detergente – concluyó, señalando una
repisa arriba de la lavadora.
Luis
comenzó la tarea de manera frenética, llenó la máquina de lavar
velozmente, asomándose a la ventana por si llegaban sus amigos.
Impaciente, esperó una hora hasta que la ropa estaba lista, la tendió
desordenadamente y bajó corriendo las escaleras hasta la estancia,
donde su madre se carcajeaba con una comedia romántica gringa.
⁃ ¡Ya acabé ma! - gritó Luis con voz chillona - ¿me
dejas salir a jugar a la cancha? - Blanca guardó silencio por un
segundo, sin despegar la mirada de la pantalla, y finalmente determinó:
⁃ Ándale, pero te me tardas más de una hora y vas a
ver – amenazó vagamente, sin cuestionar más. Le dio un beso a la fuerza
y sacudió su cabello lacio con una caricia despreocupada.
Sonriente,
Luis salió de la casa corriendo y encontró a sus camaradas Matías y
Emilio en la tienda de siempre. Carcajadas brotaban por doquier y hasta
los rincones más oscuros estaban iluminados con pequeños focos de
colores. Matías, el instigador, había hurtado una bolsa llena de cuetes
de varios tamaños y la traía escondida en su mochila. No irían a la
cancha, si no a los terrenos baldíos que estaban detrás del
fraccionamiento donde vivía Emilio, la sede de múltiples aventuras.
⁃ ¡Vámonos antes de que salga mi mamá! - declaró
Matías, y los tres galoparon hasta llegar al baldío.
Entre
nubes grises se asomaba una luna curiosa que parecía mirar al mundo.
Los niños respiraban pesadamente y sus caras infantiles se
transformaron, invadidas por la adrenalina de sus clandestinas
acciones. Matías sacó la bolsa negra, vaciándola en el pasto. Luis
volteó al cielo y miró las estrellas durante un momento, embobado por
su belleza.
⁃ ¿Cuáles echamos primero? - Emilio rompió el
silencio.
⁃ Los mejores son para el final – informó Matías con
seguridad, como siempre, y todos estuvieron de acuerdo.
Pasaron
por decenas de cuetes pequeños e inofensivos que saltaban y chispeaban,
iluminando la escena por breves instantes. Rieron mientras contaban
como habían logrado escapar de sus respectivas casas hasta que sólo
quedaban tres “cañones”, los cuetes más esperados de la noche. Cada uno
tomó el suyo, todos conscientes de que encenderlo era una prueba de
coraje y destreza que a sus 9 años parecía épica. Matías encendió el
suyo y lo lanzó determinadamente... de inmediato hubo una explosión y
el fuego se elevó como un ave enfurecida, clavándose en el cielo hasta
desaparecer. Los niños se miraron, extasiados, cegados por la emoción.
Luis se apresuró a ser el siguiente, le arrebató el encendedor a Matías
y encendió su propio cañón en un impulso. Lo aventó, y en lo que
pareció un momento imperceptible, el fuego estalló nuevamente y Luis no
logró alejarse lo suficiente ¡las llamas devoraron su rostro! Soltó un
alarido de dolor y se llevó las manos a la cara ensangrentada, sin
poder ver, revolcándose en el polvoso suelo. Emilio y Matías estaban
aterrorizados, paralizados, incapaces de reaccionar. Pronto los gritos
atrajeron una pequeña multitud y entre llantos confesaron que era Luis.
Los padres llegaron minutos después, al igual que la ambulancia y
algunos médicos que lo sedaron y colocaron en una camilla
cuidadosamente. Se veían exhaustos y pálidos. Al descubrir el destino
de su hijo, Blanca rompió en un llanto que parecía el alarido de un
alma en pena y se refugió en los brazos de su esposo, a sabiendas de
que sus vidas jamás serían lo mismo.
La
memoria más reciente en la mente de Luis fue haber observado el cielo
estrellado, y de una manera extraña, le pareció una tristísima
despedida. Recordó la última vez que había visto su rostro en el
espejo. El dolor se detuvo, miró a sus padres, implorándoles perdón con
la mente, y finalmente sucumbió ante un sueño pesadísimo. Sabía que al
despertar, todo habría cambiado. Sabía que no volvería a ver la luz del
sol.